domingo, 17 de marzo de 2013

EL ROMANTICISMO EN HISPANOAMÉRICA



Pretender hacer un estudio de todos los países que, en un tiempo, estuvieron bajo la influencia de la Corona Española, de la Portuguesa, de la Francesa o de la Inglesa sería pretencioso por mi parte, por lo que solamente citaré aquellos que más directamente tuvieron una implantación en este movimiento. 

Espero de la benevolencia del lector que sepa perdonar los olvidos y que piense que este modesto estudio solamente pretende ser un paseo para el divertimento del que lo lee y del que lo esta escribiendo. 

Tradicionalmente, la Literatura Hispanoamericana se ha dividido en cuatro periodos: Periodo Colonial, Período de Independencia, de Consolidación y periodo Contemporáneo. Serán el Periodo Independencia y de Consolidación los que van a coincidir de pleno con el Romanticismo. No en balde este movimiento literario ha sido considerado como el movimiento más importante de todo el siglo XIX en Hispanoamérica.

Estos dos periodos van a coincidir con la independencia de estos países de la metrópolis, de ahí que las características del romanticismo en Hispanoamérica tengan unas connotaciones propias: nacionalismo, exaltación de lo autóctono, lucha por la libertad, denuncia social y moral, junto con un exacerbado antiespañolismo a favor de una admiración por lo francés. 

Otras de las características es la estrecha vinculación que la mayoría de los autores, con independencia de su nacionalidad, tuvieron con la política; quizás esto fue la causa de que, amén de la narrativa, sobre todo la novela histórica y de exaltación de los héroes populares, la poesía, el ensayo y los artículos periodísticos adquirieran un desarrollo relevante. 

Londres fue la capital europea que acogió a un gran numero de escritores hispanoamericanos y, por lo tanto, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que sirvió de puente entre la vieja Europa y América.
Pretender hacer un estudio de todos los países que, en un tiempo, estuvieron bajo la influencia de la Corona Española, de la Portuguesa, de la Francesa o de la Inglesa sería pretencioso por mi parte, por lo que solamente citaré aquellos que más directamente tuvieron una implantación en este movimiento. 

Espero de la benevolencia del lector que sepa perdonar los olvidos y que piense que este modesto estudio solamente pretende ser un paseo para el divertimento del que lo lee y del que lo esta escribiendo. 

Tradicionalmente, la Literatura Hispanoamericana se ha dividido en cuatro periodos: Periodo Colonial, Período de Independencia, de Consolidación y periodo Contemporáneo. Serán el Periodo Independencia y de Consolidación los que van a coincidir de pleno con el Romanticismo. No en balde este movimiento literario ha sido considerado como el movimiento más importante de todo el siglo XIX en Hispanoamérica.

Estos dos periodos van a coincidir con la independencia de estos países de la metrópolis, de ahí que las características del romanticismo en Hispanoamérica tengan unas connotaciones propias: nacionalismo, exaltación de lo autóctono, lucha por la libertad, denuncia social y moral, junto con un exacerbado antiespañolismo a favor de una admiración por lo francés. 

Otras de las características es la estrecha vinculación que la mayoría de los autores, con independencia de su nacionalidad, tuvieron con la política; quizás esto fue la causa de que, amén de la narrativa, sobre todo la novela histórica y de exaltación de los héroes populares, la poesía, el ensayo y los artículos periodísticos adquirieran un desarrollo relevante. 

Londres fue la capital europea que acogió a un gran numero de escritores hispanoamericanos y, por lo tanto, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que sirvió de puente entre la vieja Europa y América.

MARÍA....PARA LEER



A LOS HERMANOS DE EFRAÍN
 He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella noche terrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos: “Lo que ahí falta tú lo sabes: podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado”. ¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente.

I

Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.

En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.

Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.

A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.

Pocos momentos después seguía yo a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda, en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.

II

Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos guaduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U... ¡Los perfumes que aspiraba eran tan gratos, comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!

Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el mundo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma, empalidecidas por la memoria infiel.

Antes de ponerse el Sol, ya había yo visto blanquear sobre la sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.

Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que me vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedra­do del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: era el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.

Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió del más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos, aún al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.

III

A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río.

Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.

Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí.

Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas: y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora.

María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado.

Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino, color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta, de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.

Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padrenuestro, y sus amos completamos la oración.

La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.

María tomó en brazos al niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.

Ya en el salón, mi padre, para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.

—¡Qué bellas flores! —exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.

—María recordaba cuánto te agradaban —observó mi madre.

Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.

—María —dije— va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.

—¿Es verdad? —respondió—; pues las repondré mañana.

¡Qué dulce era su acento!

—¿Tantas así hay?

—Muchísimas; se repondrán todos los días.

Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.

IV

Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los maravillosos cuentos del esclavo Pedro.

Soñé que María entraba a renovar las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules.

Cuando desperté, las aves cantaban revoloteando en los follajes de los naranjos y pomarrosos, y los azahares llenaron mi estancia con su aroma tan luego como entreabrí la puerta.

La voz de María llegó entonces a mis oídos dulce y pura: era su voz de niña, pero más grave y lista ya para prestarse a todas las modulaciones de la ternura y de la pasión. ¡Ay! ¡Cuántas veces, en mis sueños, un eco de ese mismo acento ha llegado después a mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto donde tan bella la vi en aquella mañana de agosto!

La niña cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería ya la compañera de mis juegos; pero en las tardes doradas del verano estaría en los paseos a mi lado, en medio del grupo de mis hermanas; le ayudaría yo a cultivar sus flores predilectas; en las veladas oiría su voz, me mirarían sus ojos, nos separaría un solo paso.

Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abrí la ventana y divisé a María en una de las calles del jardín, acompañada de Emma: llevaba un traje más oscuro que el de la víspera, y el pañolón color de púrpura, enlazado a la cintura, le caía en forma de banda sobre la falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas, ocultábale a medias parte de la espalda y pecho: ella y mi hermana tenían descalzos los pies. Llevaba una vasija de porcelana poco más blanca que los brazos que la sostenían, la que iba llenando de rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las menos húmedas y lozanas. Ella, riendo con su compañera, hundía las mejillas, más frescas que las rosas, en el tazón rebosante. Descubrióme Emma: María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas para ocultarme sus pies, desatóse del talle el pañolón, y cubriéndose con él los hombros, fingía jugar con las flores. Las hijas núbiles de los patriarcas no fueron más hermosas en las alboradas en que recogían flores para sus altares.

Pasado el almuerzo, me llamó mi madre a su costurero.

Emma y María estaban bordando cerca de ella.

Volvió ésta a sonrojarse cuando me presenté; recordaba tal vez la sorpresa que involuntariamente le había yo dado en la mañana.

Mi madre quería verme y oírme sin cesar.

Emma, más insinuante ya, me preguntaba mil cosas de Bogotá; me exigía que le describiera bailes espléndidos, hermosos vestidos de señora que estuvieran en uso, las más bellas mujeres que figuraran entonces en la alta sociedad. Oían sin dejar sus labores. María me miraba algunas veces al descuido, o hacía por lo bajo observaciones a su compañera de asiento; y al ponerse en pie para acercarse a mi madre a consultar algo sobre el bordado, pude ver sus pies primorosamente calzados: su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen cristiana. Ilumináronsele los ojos cuando mi madre manifestó deseos de que yo diese a las muchachas algunas lecciones de gramática y geografía, materias en que no tenían sino muy escasas nociones. Convínose en que daríamos principio a las lecciones pasados seis u ocho días, durante los cuales podría yo graduar el estado de los conocimientos de cada una.

Horas después me avisaron que el baño estaba preparado, y fui a él. Un frondoso y corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho estanque de canteras bruñidas: sobrenadaban en el agua muchísimas rosas; semejábase a un baño oriental, y estaba perfumado con las flores que en la mañana había recogido María.

V

Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del valle, y fue preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía interés real a favor de sus empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entristecieron. María no me suplicó, como ellas, que regresase en la misma semana; pero me seguía incesantemente con los ojos durante mis preparativos de viaje.

En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades notablemente: una costosa y bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña para abastecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitación, constituían lo más notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien vestidos y contentos hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. Hallé hombres a los que, niños poco antes, me habían enseñado a poner trampas a las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques; sus padres y ellos volvieron a verme con inequívocas señales de placer. Solamente a Pedro, el buen amigo y fiel ayo, no debía encontrarlo: él había derramado lágrimas al colocarme sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: “Amito mío, ya no te veré más”. El corazón le avisaba que moriría antes de mi regreso.

Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños.

Una tarde, ya a puestas del Sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica mi padre, Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; a mí me ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón: la greguería de los loros en los guaduales y guayabales vecinos; el tañido lejano del cuerno de algún pastor, repetido por los montes; las castrueras de los esclavos que volvían espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cañaverales movedizos, todo me recordaba las tardes en que, abusando mis hermanas, María y yo de alguna licencia de mi madre, obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales.

Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de notable apostura:

—Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?

—Sí, mi amo —le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el mango de su pala.

—¿Quiénes son los padrinos?

—Ña Dolores y ñor Anselmo, si su merced quiere.

—Bueno. Remigia y tú estaréis bien confesados. ¿Compraste todo lo que necesitas para ella y para ti con el dinero que mandé darte?

—Todo está ya, mi amo.

—¿Y nada más deseas?

—Su merced verá.

—El cuarto que te ha señalado Higinio, ¿es bueno?

—Sí, mi amo.

—¡Ah! ya sé. Lo que quieres es baile.

Rióse entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo a mirar a sus compañeros.

—Justo es; te portas muy bien. Ya sabes —agregó, dirigiéndose a Higinio—: arregla eso, y que queden contentos.

—¿Y sus mercedes se van antes? —preguntó Bruno.

—No —le respondí—, nos damos por convidados.

En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche, a las siete, montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya música empezábamos a oír. Cuando llegamos, Julián, el esclavo capitán de la cuadrilla, salió a tomarnos el estribo y a recibir nuestros caballos. Estaba lujoso con su vestido de domingo y le pendía de la cintura el largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo. Una sala de nuestra antigua casa de habitación había sido desocupada de los enseres de labor que contenía, para hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de tarimas; en una araña de madera suspendida en una de las vigas, daba vueltas media docena de luces; los músicos y cantores, mezcla de agregados, esclavos y manumisos, ocupaban una de las puertas. No había sino dos flautas de caña, un tambor improvisado, dos alfandoques y una pandereta; pero las finas voces de los negritos entonaban los bambucos con maestría tal; había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes; los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el más culto dilettante hubiera escuchado en éxtasis aquella música semisalvaje. Penetramos en la sala con zamarros y sombreros. Bailaban en ese momento Remigia y Bruno; ella con follao de boleros azules, tumbadillo de flores rojas, camisa blanca bordada de negro y gargantilla y zarcillos de cristal color de rubí, danzaba con toda la gentileza y donaire que eran de esperarse de su talle cimbrador. Bruno, doblados sobre los hombros los paños de su ruana de hilo, calzón de vistosa manta, camisa blanca aplanchada y un cabiblanco nuevo a la cintura, zapateaba con destreza admirable.

Pasada aquella mano, que así llaman los campesinos a cada pieza de baile, tocaron los músicos su más hermoso bambuco, porque Julián les anunció que era para el amo. Remigia, animada por su marido y por el capitán, se resolvió al fin a bailar unos momentos con mi padre; pero entonces no se atrevía a levantar los ojos, y sus movimientos en la danza eran menos espontáneos. Al cabo de una hora nos retiramos.

Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos a las haciendas; mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas quedándome a su lado, me mani­festó, casi con pesar, que se veía en el caso de sacrificar a favor mío su bienestar, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás de enviarme a Europa a concluir mis estudios de medicina, y que debía emprender viaje a más tardar dentro de cuatro meses. Al hablarme así, su fisonomía se revistió de una seriedad solemne sin afectación, que se notaba en él cuando tomaba resoluciones irrevocables. Esto pasaba la tarde en que regresábamos a la sierra. Empezaba a anochecer, y a no haber sido así, habría notado la emoción que su negativa me causaba. El resto del camino se hizo en silencio. ¡Cuán feliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de ese viaje no se hubiese interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella!

VI

¿Qué había pasado en aquellos cuatro días en el alma de María?

Iba ella a colocar una lámpara en una de las mesas del salón, cuando me acerqué a saludarla, y ya había extrañado no verla en medio del grupo de la familia en la gradería donde acabábamos de desmontarnos. El temblor de su mano expuso la lámpara, y yo le presté ayuda, menos tranquilo de lo que creía estarlo. Parecióme ligeramente pálida, y alrededor de sus ojos había una leve sombra, imperceptible para quien la hubiese visto sin mirarla. Volvió el rostro hacia mi madre, que hablaba en ese momento, evitando así que yo pudiera examinarlo bañado por la luz que teníamos cerca; noté entonces que en el nacimiento de una de las trenzas tenía un clavel marchito; y era sin duda el que le había yo dado la víspera de mi marcha para el valle. La crucecilla de coral esmaltada que había traído para ella, igual a la de mis hermanas, la llevaba al cuello pendiente de un cordón de pelo negro. Estuvo silenciosa, sentada en medio de las butacas que ocupábamos mi madre y yo. Como la resolución de mi padre sobre mi viaje no se apartaba de mi memoria, debí de parecerle a ella triste, pues me dijo en voz casi baja:

—¿Te ha hecho daño el viaje?

—No, María —le contesté—; pero nos hemos asoleado y hemos andado tanto...

Iba a decirle algo más, pero el acento confidencial de su voz, la luz nueva para mí que sorprendí en sus ojos, me impidieron hacer otra cosa que mirarla, hasta que, notando que se avergonzaba de la involuntaria fijeza de mis miradas, y encontrándome examinado por una de mi padre (más terrible cuando cierta sonrisa pasajera vagaba en sus labios), salí del salón con dirección a mi cuarto.

Cerré las puertas. Allí estaban las flores recogidas por ella para mí; las ajé con mis besos; quise aspirar de una vez todos sus aromas, buscando en ellos los de los vestidos de María; bañélas con mis lágrimas... ¡Ah, los que no habéis llorado de felicidad así, llorad de desesperación, si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis a amar ya!

¡Primer amor!... Noble orgullo de sentirnos amados: sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida; felicidad que comprada para un día con las lágrimas de toda una existencia, recibiríamos como un don de Dios; perfume para todas las horas del porvenir; luz inextinguible del pasado; flor guardada en el alma y que no es dado marchitar a los desengaños; único tesoro que no puede arrebatarnos la envidia de los hombres; delirio delicioso... inspiración del Cielo... ¡María! ¡María! ¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara!

VII

Cuando hizo mi padre el último viaje a las Antillas, Salomón, primo suyo a quien mucho había amado desde la niñez, acababa de perder a su esposa. Muy jóvenes habían venido juntos a Sudamérica, y en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navío que, después de haber dejado el servicio por algunos años, se vio forzado en 1819 a tomar nuevamente las armas en defensa de los reyes de España, y que murió fusilado en Majagual el 20 de mayo de 1820.

La madre de la joven que mi padre amaba exigió por condición para dársela por esposa que renunciase él a la religión judaica. Mi padre se hizo cristiano a los veinte años de edad. Su primo se aficionó en aquellos días a la religión católica, sin ceder por eso a sus instancias para que también se hiciese bautizar, pues sabía que lo que hecho por mi padre, le daba la esposa que deseaba, a él le impediría ser aceptado por la mujer a quien amaba en Jamaica.

Después de algunos años de separación, volvieron a verse, pues, los dos amigos. Ya era viudo Salomón. Sara, su esposa, le había dejado una niña que tenía a la sazón tres años. Mi padre lo encontró desfigurado moral y físicamente por el dolor, y entonces su nueva religión le dio consuelos para su primo, consuelos que en vano habían buscado los parientes para salvarlo. Instó a Salomón para que le diera su hija a fin de educarla a nuestro lado, y se atrevió a proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó diciéndole: “Es verdad que solamente mi hija me ha impedido emprender un viaje a la India, que mejoraría mi espíritu y remediaría mi pobreza: también ha sido ella mi único consuelo después de la muerte de Sara; pero tú lo quieres, sea hija tuya. Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre. Si el cristianismo da en las desgracias supremas el alivio que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada a mi hija dejándola judía. No lo digas a nuestros parientes; pero cuando llegues a la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester en el de María”. Esto decía el infeliz derramando muchas lágrimas.

A pocos días se daba a la vela en la bahía de Montego la goleta que debía conducir a mi padre a las costas de Nueva Granada. La ligera nave ensayaba sus blancas alas como una garza de nuestros bosques las suyas antes de emprender un largo vuelo. Salomón entró a la habitación de mi padre, que acababa de arreglar su traje de a bordo, llevando a Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el equipaje de la niña: ésta tendió los bracitos a su tío, y Salomón, poniéndola en los de su amigo, se dejó caer sollozando sobre el pequeño baúl. Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvidó jamás. A Salomón le fue recordada por su amigo, al saltar éste a la lancha que iba a separarlos, una promesa, y él respondió con voz ahogada: “¡Las oraciones de mi hija por mí y las mías por ella y su madre, subirán juntas a los pies del Crucificado!”.

Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje por admirar aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento en que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo: “Esta es la hija de Salomón, que él te envía”.

Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron a modular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño.

Habrían corrido unos seis años. Al entrar yo una tarde en el cuarto de mi padre, lo oí sollozar: tenía los brazos cruzados sobre la mesa y en ellos apoyaba la frente; cerca de él mi madre lloraba, y en sus rodillas reclinaba María la cabeza, sin comprender ese dolor y casi indiferente a los lamentos de su tío: era que una carta de Kingston, recibida aquel día, daba la nueva de la muerte de Salomón. Recuerdo solamente una expresión de mi padre en aquella tarde: “Si todos me van abandonando sin que pueda recibir sus últimos adioses, ¿a qué volveré yo a mi país?”. ¡Ay, sus cenizas debían descansar en tierra extraña, sin que los vientos del océano, en cuyas playas retozó siendo niño, cuya inmensidad cruzó joven y ardiente, vengan a barrer sobre la losa de su sepulcro las flores secas de los aromas y el polvo de los años!

Pocos eran entonces los que, conociendo nuestra familia, pudiesen sospechar que María no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva e inteligente. Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que a mis hermanas y a mí, ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.

Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, suelta y jugueteando sobre su cintura fina y movible; los ojos parleros; el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna; así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de la ventana de mi madre.

(...)
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MARÍA , LA NOVELA ROMANTICA

El revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida; la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto.
(...)
Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color violeta y campos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue ésta para mí, mi hermana y yo, sentados sobre la ancha piedra de la pendiente, desde donde veíamos a la derecha en la honda vega rodar las corrientes bulliciosas del río, teniendo a nuestros pies el valle majestuoso y callado, leía yo el episodio de Atala. 
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Romanticismo colombiano

Surgió en el siglo XIX y que representa el individualismo, la libertad de creación y la expresión artística, se convirtió en una actitud frente a la vida. En Colombia, coincide con la gesta de la independencia (1810). Se destacan algunos temas, como:
  • El paisaje: El hombre romántico adapta el paisaje a sus sentimientos. Para algunos autores, esta temática es la que justifica la idea de la existencia del romanticismo en Colombia, ya que los autores europeos hablaban de la vuelta a la vida natural y su belleza.
  • La exaltación de lo nacional y lo popular: a través de la voz o la actuación de diversos personajes se reconstruyeron aspectos del folclor y de las expresiones culturales del territorio colombiano.
  • La vida y la muerte: El dilema existencialista se vio reflejado en novelas como María, en las que el hombre sufre por un destino que domina su voluntad. El amor que sienten Efraín y María se ve siempre afectado por los problemas sociales y cuando estos se resuelven, la muerte demuestra la imposibilidad de su amor.
El Romanticismo en Colombia se manifiesta en los géneros narrativo y lírico. Sus principales representantes fueron: José Eusebio Caro, Gregorio Gutiérrez, Julio Flórez, en especial Rafael Pombo y Jorge Isaacs.
Características del Romanticismo colombiano
El Romanticismo, como movimiento cultural, surgió en Europa a finales del siglo XVIII. Tuvo sus orígenes en Alemania y prescindía de las normas y reglas artísticas del Neoclasicismo.

Las características principales del Romanticismo fueron las siguientes:

* Individualismo y subjetivismo, que llevaban al artista a la expresión de sus propios sentimientos.
* Deseo de libertad, que se manifestó en todos los campos de la actividad humana: las ideas, la política, la creación artística...
* Evasión de la realidad: los artistas se inspiraban en países lejanos, en temas sobrenaturales e irreales, como la muerte y el mundo de los sueños.
* Idealismo y, a la vez, pesimismo: el artista sufría porque tendía hacia lo inalcanzable, lo infinito; en algunos casos hasta el suicidio.
* Interés por su propio país: la historia, las leyendas antiguas y los temas relacionados con la Edad Media eran fuente de inspiración.
* Valoración de los personajes marginales y exóticos, que rompían las convenciones sociales, como bandoleros, piratas, vagabundos...
* Culto a la naturaleza, atracción por los paisajes salvajes y agrestes, las tormentas, los escenarios nocturnos, la Luna, etc.
EL ROMANTICISMO COLOMBIANO 

El romanticismo se caracterizo por la exaltación de los sentimientos del individuo manifestaba a través de la fantasía, lo pintoresco, lo desconocido. Priorizo las relaciones espontaneas del hombre con su entorno y con la naturaleza frente a los postulados más rigurosos de la razón. La relación del hombre con su mundo es dialéctica y, por tanto, más expresiva y generadora de conflictos, que quedaron reflejados en los distintos campos de la producción artística.
En Colombia, los poetas románticos son los protagonistas, defensores e ideológicos de la independencia. Rafael maya, en el prologo a su antología La musa romántica en Colombia, los describe así: “los poetas afiliados a la escuela romántica saben interpretar el paisaje nacional y el carácter de nuestra gente; traducen el alma del pueblo y la reconditeces de la psicología colectiva, coratinada espontaneidad, merced al solo empuje de su inspiración.
En algunos de estos poetas se advierte la influencia de las ideas filosóficas que formaban el ambiente normal de su tiempo, así como las aficiones científicas que empezaban a despertar la curiosidad de las generaciones”.
El poeta que mejor representa el romanticismo colombiano es José Eusebio caro. La ambientación de la mayoría de sus poemas es lúgubre como desesperación, presentimiento o el ciprés. Son los poemas de la soledad romántica que reflejan la angustia del autor frente a la fatalidad del destino y la espera del inevitable infortunio de la muerte.
No mirare ni el oro de la noche que cae, mi las velas a lo lejos que bajan hacia Harfleur, y cuando llegue, colocare sobre tu tumba un ramo de acebo y de brezo en flor. [¿Qué acción de aquí es una característica romántica?]

domingo, 3 de marzo de 2013


Si no es aquí…

Si no es aquí… entonces donde…si la escuela no es el escenario donde ellos encuentren respuestas y nuevas formas de ver la vida donde…?
Proyecto de comunicaciones, proyecto de área, proyecto de vida…no sé cómo se pudiera llamar lo que hace la escuela... creo que darle un nombre seria lo de menos... lo más importante es enseñar que ese pequeño mundo que se llama escuela es el sitio más propicio para aprehender las formas positivas de hacer la vida…si yo como ser adulto no me las ingenio para hacer del aprehendizaje una fiesta diaria... estamos perdidos... nunca podremos entender por qué dos más dos no son cuatro... y le robaremos la posibilidad de llegar a la playa donde los espera un mar cargado de turbulencias .. ¿Soy yo la respuesta?... tal vez, sí, mi trabajo no es una rutina...
 Sí, mi trabajo no se  aísla del mundo... si mi trabajo lo hago de espalda a lo nuevo... tal vez le robaremos quizás la única oportunidad de soñar y de transformar este tan desgastado universo… rompamos las barreras de la incomunicación... Rompamos esa deshumanización del humano... y aprehendamos y enseñemos a ser más humanos a través de la educación….
Comunicación, incomunicación, humanización...deshumanización... trabajemos con los medios para rescatar ese papel protagónico en la vida de los estudiantes.



                                                                                                                                      
Reflexion que se desprende del primer foro interinstitucional de la lengua  iedhuca 2012.

QUIEN TIENE EL CONTROL?